Opinión
Por: Jacqueline Perea
Cartagena se viste de colores cada noviembre. Las calles vibran con el sonido de los tambores, los cuerpos se mueven al compás de la champeta, y los balcones se adornan con banderas que ondean al viento. Todo parece alegría, todo parece fiesta. Pero detrás del bullicio y el brillo, lo que verdaderamente celebramos es algo más profundo: una historia de resistencia, una identidad que se niega a desaparecer.
Las Fiestas de Independencia no son solo un carnaval caribeño. Son la expresión viva de una ciudad que fue la primera en declararse libre del dominio español, el 11 de noviembre de 1811, y que, desde entonces, aprendió a transformar su dolor en danza, su lucha en canto, y su memoria en celebración. Lo que muchos ven como un simple festejo, para los cartageneros es una afirmación colectiva: seguimos aquí, con nuestras raíces firmes en la tierra y el corazón latiendo al ritmo de los tambores africanos que nos recuerdan de dónde venimos.
Cada comparsa, cada desfile y cada reina popular encarnan siglos de historia. Son el eco de los ancestros esclavizados que encontraron en el tambor una forma de libertad espiritual. Son el legado de barrios que, desde la marginalidad, han hecho de la cultura un estandarte de dignidad. En las calles de Getsemaní, en las lomas de La Popa, en los patios de Olaya, la fiesta no es olvido: es memoria viva.
Por eso, cuando decimos “nos une la fiesta”, no hablamos solo de la música o la alegría. Hablamos de una unión más honda: la de una comunidad que, a pesar de las desigualdades, se reconoce en su herencia afrodescendiente, indígena y mestiza. La de un pueblo que entiende que conservar su cultura no es mirar al pasado, sino proyectarse al futuro sin renunciar a su esencia.
La fiesta en Cartagena nos recuerda que la libertad no se conquistó una sola vez: se defiende cada día. En los espacios culturales, en las escuelas, en los barrios que siguen levantando comparsas aunque los recursos escaseen, en cada niño que aprende a tocar el tambor o a bailar mapalé. Ahí está la verdadera independencia: en la voluntad de seguir celebrando lo nuestro.
Porque lo que realmente celebramos no es solo una fecha en el calendario, sino una historia que late en cada esquina, una tradición que nos hermana y una identidad que, a pesar de todo, sigue viva y orgullosa.


