Opinión
Jacqueline Perea
El liderazgo de ocasión, fugaz y de show, suele aparecer cuando alguien asume un papel protagónico solo en momentos puntuales, buscando visibilidad más que impacto. Es un liderazgo que se alimenta de la inmediatez, de la apariencia y de la aprobación rápida, pero carece de raíces profundas.
Ese tipo de liderazgo que menciono, también viola símbolos, estatuas, tradiciones o la misma historia con tal de ganar unos segundos de visibilidad en una manifestación extrema del vacío que deja la falta de propósito. El liderazgo Show es el que no construye, sino que parasita; que no busca transformar, sino llamar la atención a cualquier costo. Como lo vimos en estos días en Cartagena cuando un fulano X hizo malabares de circo para violentar una estatua.
Este tipo de liderazgo puede generar destellos de entusiasmo y atraer atención, pero difícilmente construye confianza o transformación real. Se parece más a un escenario donde se actúa para la audiencia, que a un compromiso sostenido con las personas y los procesos.
El riesgo es que deja vacíos: motiva mientras dura el espectáculo, pero no sostiene el esfuerzo ni acompaña en la dificultad. Al final, quienes lo siguen pueden sentirse usados o defraudados, porque descubren que el propósito no era servir, sino ser visto.
En esa banalidad: se hace cualquier estupidez sin contexto, sin respeto, sin propuesta, únicamente para ser “noticia” o “tendencia”. Y en ese afán, se erosiona lo que debería inspirar unión, memoria y sentido colectivo.
El liderazgo auténtico, en cambio, no busca la fugacidad del aplauso, sino la permanencia de la huella. No se mide por la intensidad del brillo momentáneo, sino por la consistencia del compromiso a lo largo del tiempo.
Estos “liderazgos de show” reducen la política, la cultura o la vida pública a un espectáculo vacío. Convierten lo sagrado en accesorio, lo histórico en excusa, lo simbólico en escenario. En vez de dialogar con la historia para proyectar un futuro, la utilizan como telón de fondo para su propio ego.
