Señoras y señores:
Añorar el pasado, decían nuestros abuelos, es correr tras el viento.
Sin percatarnos muchas veces del hoy que nos circunda y del futuro que nos reta, los colombianos hemos estado, por décadas, correteando las brisas.
Lo hemos hecho indistintamente con la economía, con la política, con la realidad social, que usualmente son focos de huracanes que superan nuestras propias fuerzas.
Porque, a decir verdad, en todos los frentes hemos tenido indicadores de aliento que en otras latitudes generarían orgullo nacional, pero nuestra gran constante ha sido preguntarnos: cuándo cesará la horrible noche, la misma que el himno patrio despidió hace 132 años.
Esa ráfaga sobre la cara, no nos ha dejado abrir los ojos ni ver lo que genuinamente somos o hemos sido.
En Colombia hemos tenido circunstancias externas poco previsibles y, tal vez, unas nacionales sobrevinientes; sin embargo, eran factores fijos los que no nos dejaban avanzar: una violencia generalizada, que hacía incierta la vida y apuraba presupuestos públicos, y una corrupción campante que fungía como la Hidra de Lerna de la mitología griega: cada vez que le cortábamos una cabeza le aparecían dos.
Ambos fenómenos se fueron ocupando, poco a poco, de deslegitimar al Estado y de crear formas paralelas de gobiernos que acababan con la esperanza en los territorios.
Aquí teníamos todas las democracias – narcodemocracias, rebelocracias, plutocracias, oclocracias-, la inmensa mayoría de ellas, indirectas, impuestas e ilegales, que lo único que hacían era desdeñar la legítima.
No es necesario recabar sobre las dolorosas formas de intimidación que durante más de cinco décadas habrían dejado 220 mil muertos y 60 mil desaparecidos, ni en las acechanzas sobre la ética pública que, según la Contraloría General de la República, le roban a los colombianos 1 billón de pesos por semana.
Si bien hoy tenemos una profusa y a veces contradictoria literatura de pronósticos, algunos estudios estiman que el Producto Interno Bruto Departamental hubiera crecido 4.4 puntos adicionales por año, en ausencia de los conflictos que tuvimos. Y es posible que así sea: la actividad agropecuaria, que hace un siglo generaba cerca del 63% del PIB, en el 2015 apenas representó el 6%. La violencia no solo expulsó a los campesinos y cambió la configuración poblacional del país; también destruyó la riqueza nacional.
Pero el país ha estado cambiando. Desde la Asamblea Constituyente de 1991, hemos dado pasos gigantescos por modernizar nuestras instituciones, crecer de forma sostenida, reivindicar los derechos de los ciudadanos, sancionar a los que deshonran la moral pública y, muy importante, conquistar la paz ausente.
Por supuesto que son caminos que estamos haciendo, y aún faltan largos trechos de recorrido; pero vamos en la senda, a pesar de los tornados de nuestras propias dudas.
Fíjense en las ironías: mientras la comunidad internacional aplaude el más reciente acuerdo para poner fin a uno de los conflictos más antiguos de su mundo, en Colombia nos seguimos descuadernando en favor y en contra de lo que, a estas alturas, debería ser un hecho cumplido. Mientras la agencia Bloomberg sostiene que somos el país líder de Latinoamérica entre las veinte principales economías emergentes en el mundo, en Colombia estuvimos buscando razones complacientes para argumentar recesión. Mientras los pronósticos del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, indican que este año nuestro crecimiento será superior al PIB de América Latina e, incluso, el del mundo, las autoridades encargadas de velar por el desempeño económico nacional andan enfrascadas en una ruidosa discusión por la veracidad de las cifras.
Definitivamente, como lo dijo John F. Kennedy, “si hubiera más políticos que supieran de poesía, y más poetas que entendieran de política, el mundo sería un lugar un poco mejor”.
Es eso. Fuimos entrenados a no creer, a pensar mal, a sospechar, a buscar prosas simples donde está la poesía. Somos una generación de desconfianza que tiene la felicidad a la vuelta de la esquina, pero se empeña en seguir la avenida maliciosa del recelo.
Y entonces no vemos la nación que supera su propia historia, al menos la de las últimos décadas, y también nos supera a nosotros mismos.
Según la Universidad del Norte, entre 1980 y 2019 se produjeron en el país 1.978 masacres, es decir, “homicidios intencionales de 4 o más personas en estado de indefensión, y en presencia de otros”, como lo define el Centro de Memoria Histórica. Yo vengo del Carmen de Bolívar, de los Montes de María, una región en la que se cometieron 455 de esos espectáculos brutales en los que era evidente el poder absoluto del actor armado sobre las víctimas.
¿Ya nos olvidamos de los noticieros que nos mandaban a dormir con la última imagen del país ensangrentado? O ¿es que acaso las echamos de menos?
Las preguntas no son solo para los que, con discursos obstinados se niegan a aceptar que ya no estamos en confrontación, sino para quienes, señalando con tozudez a los otros, utilizan también tonos guerreristas de desestimación.
De ambos lados lo que tenemos son alumnos de la violencia generacional.
Pues, llegó la hora de pasar la página.
El reto no es cómo rectificar los acuerdos de paz, sino cómo aplicarlos de la manera más conveniente. Ningún pacto es perfecto. Este, es verdad, tiene sus erratas, seguramente menores de las que tuvieron los siete procesos de paz que le antecedieron porque toda negociación mejora la siguiente, pero es el que logramos, con la mediación no de un gobierno sino del Estado. Ya fue suficiente. Por favor.
Nuestro desafío, ahora, es como agendar el futuro de la nación. En esa agenda es preciso buscar los recursos que necesitan los acuerdos, con el menor impacto fiscal posible, y proteger a quienes están regresando a sus tierras o buscando espacios de participación democrática, para no repetir experiencias de exterminio que aún siguen latentes en nuestra historia de derechos humanos.
Aquí tenemos que velar, desde un control político permanente, por la protección de los líderes sociales de Colombia. No mas asesinatos, no mas exterminio. Desde este Congreso que hoy presido, acompañaremos a todos nuestros lideres sociales.
Es claro que la paz no será lo que nos permita consolidarnos como una nueva nación. Esa es una de muchas variables.
Nos llegó la hora de pensar seriamente en congelar nuestro sueldo. Es tal la situación económica del país, que hoy debemos ponernos en los zapatos de los mas desfavorecidos. Hagámoslos por los últimos tres años de esta legislatura. Esto no nos haría daño alguno, pero si podríamos con esos recursos invertirlos en escuelas y puestos de salud. Pongámonos de acuerdo en esta iniciativa queridos compañeros
La nación tiene muchas venas rotas que debemos cerrar. En las últimas dos décadas se han aumentado y creado nuevos impuestos. Lo que debemos hacer es racionalizar el gasto, perseguir a los evasores y crear la historia clínica digital para todos los colombianos.
Tenemos pendiente una gran reforma a la justicia, que debería garantizar, además de una mayor eficacia y transparencia en las acciones de juzgados, tribunales y cortes, la recuperación de la fe ciudadana. Pero no nos hemos puesto de acuerdo, ni en los sentidos ni en los contenidos.
Ese es un eslabón importante para la lucha contra la corrupción, que necesita del amparo legislativo para propiciar un nuevo pacto ético en Colombia. Como presidente del Senado, asumo hoy ante el país el compromiso de tramitar y rodear del ambiente legislativo necesario, el proyecto de ley anticorrupción que será presentado por el gobierno nacional, con el acompañamiento de todas las fuerzas políticas de este Congreso y del Fiscal General de la Nación. Ahora bien, además de una ley, necesitamos un cambio actitudinal de país, que cree, por fin, una cultura nacional de transparencia. Para coadyuvarlo, yo mismo radicaré un proyecto de ley que establezca la Cátedra anticorrupción obligatoria en los últimos grados de la educación básica secundaria, para empezar a formar entre las próximas generaciones una nueva moral pública.
Pero, además, debemos recuperar al agro para reconquistar la soberanía alimentaria que hemos perdido, y convertir, en general a Colombia, en un país que piensa y actúa por los jóvenes.
Es el bienestar de los colombianos, señores, lo que debe guiar nuestra agenda. Y esto no puede entenderse como demagogia, sino como la necesidad apremiante que está refrendada por las cifras.
¿No les parece contradictorio que mientras bajamos la pobreza multidimensional al 20%, tengamos a 36,7 millones de colombianos en el Sisben?
He ahí otra de las venas rotas de las que les hablo.
El Plan Nacional de Desarrollo, que aprobamos en la legislatura pasada en medio de la confusión por tantos debates altisonantes y agendas monotemáticas, hace una apuesta que debe tener el acompañamiento de todo el Estado. En el año 2030, Colombia deberá haber derrotado por completo la pobreza. Es por supuesto una meta ambiciosa que no debe generar miedo sino decisión. Esa lucha debe librarse desde todas las esferas, especialmente desde la nueva legislatura, porque no es la de este o los próximos gobiernos, sino de la nación entera.
El desempleo, por su parte, vuelve a ser amenaza en tanto se asoma otra vez con un indicador de dos dígitos. De 9.7% en mayo de 2018 acabamos de pasar a 10.5%, según el Dane, con una pérdida de más de 775 mil empleos. Algunos atribuyen este deterioro a la migración venezolana, a la que debemos dar, por demás, un tratamiento humanitario; pero el tema podría estar en la falta de competitividad de nuestro aparato productivo.
Tenemos que conquistar mejores resultados en materia económica, aumentar infraestructura, garantizar una notable eficiencia pública y conseguir mayores indicadores de desempeño entre las empresas, porque hoy estamos en el puesto 52 entre 63 países, según el Índice de Competitividad del IMD.
En la misma dirección, el DANE certificó que menos del 1 por ciento de las empresas colombianas son innovadoras. Otra vez, el tema no es solo de gobierno, sino de Estado: la gran tarea del país es promover la ciencia, la tecnología y la innovación, que fue exactamente la ruta que siguieron las potencias económicas asiáticas hace 80 años cuando tenían indicadores sociales más bajos que los de nosotros.
En ese sentido, hago un llamado desde el Caribe colombiano al gobierno nacional, en nombre de los casi 11 millones de ciudadanos afectados por el mal servicio de energía de la empresa Electricaribe, para que no dilate más la solución a la crisis. Aunque se trata de una afectación a la competitividad de una región que debe liderar el Producto Interno Bruto Nacional según el Plan de Desarrollo, debo decir que lo que tenemos allá es una verdadera agresión a los derechos humanos. Lo nuestro – señor Presidente de la República, sé que me está escuchando- no es una petición sino un clamor. Esperamos que en octubre, como lo dispone el cronograma, tengamos varios operadores, con suficientes conocimientos, experiencias y músculos financieros para no volver a repetir ese drama.
Apreciados colegas del Congreso:
El país necesita de todos, y particularmente, de la sensatez de sus congresistas.
Es importante que acompañemos las iniciativas del señor Presidente de la República, en lo que por supuesto sea coherente con los más altos intereses del país, y que nosotros mismos podamos discutir las nuestras sin los sesgos que han caracterizado el debate político hasta ahora.
No podemos equivocarnos. Este no es el Congreso de la izquierda y de la derecha. Aquí estamos todas las fuerzas políticas que congrega el país, con el legítimo derecho a exigir que se respeten posturas de centro o la opción de pensar diferente. Ojalá que la ciudadanía que sigue a unos y otros, lo asuma también de ese modo.
Entendamos que encontrar soluciones conjuntas no significa ceder ideológicamente ni conceder gracias a un contrincante que, por lo demás, no debe estar en el compañero o en los ministros que citamos, sino en la compleja realidad que aún tienen nuestras calles.
No les pido que renuncien a sus colectividades ni a sus pensamientos, ni siquiera a sus proyectos políticos. Pero sí les invito a que cesemos ya la horrible noche de la polarización y enarbolemos las banderas de un partido único, que se llama Colombia. Que la oposición no sea un fundamento del actuar legislativo, sino una opción discrecional cuando creamos que los proyectos, los programas o las decisiones son de inconveniencia nacional.
Demos el ejemplo. La tolerancia, el respeto y la unión que deseamos para todo el país, tienen que empezar por nosotros. ¿Saben? Nunca antes habíamos tenido un Parlamento tan renovado: casi 80% en la Cámara de Representantes y 62% en el Senado de la República pero, por momentos, parecemos una institución vetusta, egoísta y vanidosa, que sobrepone sus intereses a los de los propios ciudadanos.
Sí, el país ha avanzado. Y lo seguirá haciendo, tal como lo muestra su historia.
Pero no seamos nosotros los que lo detengan. El acuerdo nacional del que tanto se habló hace unos meses, tiene que empezar en el Congreso con debates en los que prime la razón sobre la emoción y la palabra sobre los gritos del corazón.
Desde lo más profundo de mi alma agradezco a Dios, a mi partido Liberal, al expresidente Cesar Gaviria y en especial a todas las bancadas representadas en esta Corporación, por el decidido apoyo a mi nombre. Semejante gesto de confianza solo tendrá en la nueva Presidencia del Senado, una respuesta: lealtad, compromiso, abnegación, trabajo, disciplina y garantías a todos para que el Congreso sea la fuerza natural que acelere la transformación del país.
Muchas gracias.